"EL AUTO HA MUERTO". LA ESCUELA TAMBIÉN
- Profe en Bici

- 21 jun 2017
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Conocí a mi novia escuchando un programa de radio; un programa sobre ciclismo urbano. Esperaba (y aún lo espero hoy) que comenzara el programa. Y no sólo porque ella era mi columnista preferida, sino porque el programa, desde el comienzo, viene siendo más que interesante. Me cautivaba una expresión en uno de sus separadores: "El auto ha muerto". Como ciudadanos de un futuro, no tan lejano quizás, una voz proveniente de ese tiempo, nos advertía sobre este alegre deceso. Nietzsche agregaría quizás: "Las bicicletas lo han matado". Me gustaba el impacto de la sentencia. Y me gustaba que reflejara tan bien cómo la luz de ciertas prácticas cotidianas, aferradas a un tiempo que ya no es, menguaban hasta apagarse. Y el auto, en las ciudades modernas, circula gracias a un tiempo que ya no es, pero que aún habita en las conciencias de muchos de nuestros contemporáneos; otros ya nos hemos subido a la bicicleta y pensamos en dos o tres pasos más allá. Pensamos en ciudades más amigables, más lentas, más seguras; pensamos en ciudades donde la naturaleza vuelva a tener un papel protagónico más allá de alguna plaza perdida en el barrio; pensamos en ciudades donde el pequeño mercado o el encuentro con los vecinos vuelvan a cobrar vida. Y nos dimos cuenta que la bici abre esas posibilidades, mientras que el auto las clausura. La escuela también ha muerto. No se a quién sentenciaría Nietzsche como culpable en este caso, pero lo cierto es que la escuela ha muerto. Si, es cierto que hay escuelas en cada barrio, y es cierto que los chicos siguen yendo cada día y cada año. Pero la educación de estos tiempos ha destrozado sus muros, y aún peor, ha hecho añicos a sus protagonistas. Es una ficción creer que el saber sigue circulando por allí. Es cierto que algunas cosas se aprehenden, pero ni la mayoría del contenido, ni los métodos, ni la didáctica, y mucho menos la vida, pasan por adentro de las escuelas. Los chicos pasan sus horas allí adentro como si fuese una especie de tortura, esperando el último timbre para retomar "su vida", como si al momento de ingresar la hubiesen dejado atada con cadena, cual bicicleta, a un poste en calle. Los conocimientos no interpelan la vida, no la cuestionan ni la problematizan; ni siquiera los docentes están habituados a hacer ese ejercicio. Las nuevas tecnologías (aunque a mis profes de la facultad no les guste que se las denomine nuevas; no encuentro otro modo de distinguir un pizarrón de una tablet) no hay ingresado; y si lo han hecho, se las demoniza (el celular es el enemigo número uno de muchos docentes). Las experiencias realmente vitales adentro de las aulas son excepciones, y generalmente conllevan algún tipo de corrimiento, por parte del docente, de los contenidos o metodologías planificadas. Seguimos intentando conservar las formas. Ante las evidencias de un fracaso anunciado, algún ministro iluminado, con un séquito de pedagogos de escritorio, propone cambiar programas cada cierto tiempo. Es a lo más lejos que se animan a llegar; ir más allá implicaría trastocar ciertas estructuras de poder. ¿Será que acaso el Estado moderno también ha muerto? ¿Qué queda por hacer entonces? ¿Como cambiamos el mundo? Creo que a nuestro alcance está cambiar el entorno. Podemos, por ejemplo, llevar un mensaje de que algo distinto es posible; un mensaje sutil algunas veces, y contundente otras. Me enamoré de mi novia porque ella llevaba (y aún lo hace) ese mensaje en cada programa; lo hace junto con un equipo que de seguro confían en esto. Yo llevo mi mensaje, contundente en mis clases, sutil cuando llego a dar clase en bici. Y ni la bici, ni la vida, quedan afuera, atadas a un poste.


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